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Doscientos años de una invisibilización y una invisibilidad

Por: Zenón Depaz Toledo

Buenas tardes. Permítanme, en primer lugar agradecer a las organizaciones que están convocando a esta charla y felicitarlas por ello, puesto que es muy necesario que todos los peruanos hagamos un balance del significado que tiene para nuestros pueblos el hecho de que hace doscientos años se diera inicio a la creación del Estado peruano.

Entiendo que el título general puesto a esta serie de conversatorios es “Pueblos indígenas: los invisibilizados de la República”. Creo que es un gran título; un título certero. De hecho, ese título contiene dos grandes afirmaciones: la primera, es que aquí existen pueblos indígenas, y la segunda, que en lo fundamental estos fueron ignorados y negados durante estos dos siglos. Voy a detenerme a considerar estas dos afirmaciones con las cuales, ciertamente, estoy de acuerdo.

Para ello, propongo atender a lo dicho por un gran filósofo nuestro, él también ignorado aquí durante mucho tiempo, y en gran medida todavía hasta ahora, tal vez precisamente porque se identificó abiertamente, orgullosamente, como indio. Me refiero a Gamaliel Churata, gran pensador fallecido en un humilde lugar de Lima, sin que hubiera mayor noticia de ello, unos días antes que ocurriera lo mismo con José María Arguedas. En un libro suyo titulado El pez de oro, Churata había dicho lo siguiente: “Ya no se puede, ni se debe, considerar a América problema político, geográfico, o comercial, solamente. El suyo antes de todo es un problema del SER”. Se trata de una afirmación de gran alcance. Al decir eso, Churata está hablando precisamente de una trágica invisibilización, de una negación que tiene grandes consecuencias: la negación de lo que somos. Se refiere a que, por algún motivo, tendemos a invisibilizar, ocultar y negar lo que realmente somos, y nos pasamos la vida queriendo ser lo que no somos, creyendo ser lo que no somos. La expresión más brutal de ello es el racismo, cuya manifestación más frecuente es el “choleo”, que en su máximo grado de agresividad se sintetiza como insulto en expresiones como: “¡indio tenías que ser!, ¡indio de mierda!”.

Decía también Churata que en estas circunstancias, “el mundo americano permanece reducido al silencio del indio (…), que es lo único con régimen en sí mismo, con raíz y cosmos”.¿Qué ha querido decir Churata al afirmar que el indio es aquí lo único con régimen en sí mismo, con raíz y cosmos? Veamos.

Lo primero a notar es que esta parte del mundo tiene una peculiar fisonomía, marcada por la imponente presencia de la cordillera andina, que recorre el continente desde Venezuela hasta el Sur de Chile y Argentina, con montañas que sobrepasan los seis mil metros de altura sobre el nivel del mar y generan una gran diversidad de climas y ecosistemas. Javier Pulgar Vidal distinguió 96 regiones en función básicamente a la altitud y la posición del suelo con respecto a la radiación solar. Pues bien, aquí surgió, según el gran historiador inglés Arnold Toynbee, una de las seis matrices civilizatorias originales que ha producido la humanidad: la civilización andina, cuya característica más saltante, basada en el amor a la tierra, a la diversidad que produce esta tierra, es que adoptó una manera de relacionarse con los demás seres basada precisamente en el gusto por la diversidad, que lo llevó al cultivo y crianza de esa diversidad, multiplicándola. Como resultado de ello, este vino a ser uno de los espacios de mayor biodiversidad y diversidad cultural del planeta. Basta ver las miles de variedades de papa registradas hasta ahora, con innumerables formas, tamaños, colores y sabores, que no cesan de aparecer, pues esa diversificación sigue siendo gozosamente practicada por los chacareros andino amazónicos. Simbolizando aquella apuesta por la diversidad, allí están los muros incas donde no hay dos piedras iguales, donde cada una, desde su diversidad, encaja perfectamente con las demás formando comunidad. Decíamos que es muy importante reconocer esto porque estamos hablando de una forma original de sentir, conocer y actuar en el mundo, que se manifiesta a lo largo de los siglos como una tradición viviente, asimilando y produciendo permanentemente nuevos elementos.

Si hubiera que señalar brevemente algunos rasgos de esa sensibilidad, creo que lo primero a destacar es que tiene un trasfondo animista por el cual todo lo existente se concibe como animado, como manifestación de una fuerza vital ordenadora a la que en el quechua antiguo se llamaba Kama. De allí, por ejemplo, el nombre de Pachakamaq, que significaría algo así como “el que anima todo lo existente”. Para esa sensibilidad el cosmos es una totalidad viviente y sapiente, de seres emparentados entre sí, formando diversas comunidades de vida, de la que hacen parte las comunidades humanas. Por tanto, conlleva un sentimiento del parentesco cósmico, que reconoce valor y dignidad a todos los seres; no solamente al ser humano. Aquí, el antropocentrismo característico de la cosmovisión occidental se halla ausente. El hombre no ocupa ningún puesto privilegiado en el cosmos. Tan importante como el hombre vienen a ser la montaña, sus animales y plantas, la lluvia o las deidades. Tienen la condición de personas, forman familias y comunidad, hasta abarcar la totalidad.

La palabra quechua wakcha, que se suele traducir por “pobre”, se refiere en realidad al aislamiento, la horfandad y la carencia de afecto. Por eso, aún el hombre rodeado de cosas, pero solitario, es un wakcha, alguien digno de lástima. Aunque, en sentido estricto, no hay nada ni nadie enteramente aislado y carente, pues todos tienen kama, poder o potencia vital, que sostiene el mundo entero fluyendo a través de la comunicación y la co-operación. Se trata de una cosmovisión en que todos los seres se crían mutuamente y la insensibilidad para con el necesitado es inadmisible. El ayni, forma de trabajo colaborativo que se practica atendiendo a criterios de reciprocidad, se funda en la necesidad ontológica de contar con un complemento o yanantin. Así, el imperativo moral de reciprocidad tiene un alcance cósmico. Esa convicción sostuvo el orden comunal andino.

Otra característica central de esta matriz civilizatoria es que, a diferencia de lo que ocurre en la tradición judeo cristiana, lo sagrado no se concibe como algo que no es de este mundo, sino como algo intrínseco al mundo, como la potencia interna  ordenadora de todo lo existente. Por lo mismo, lo sagrado es plural, diverso, como lo es el mundo. Por ello, también, la sacralidad andino amazónica es inclusiva, abierta a admitir otras manifestaciones de lo sagrado. De hecho, cuando apareció por aquí el cristianismo los sacerdotes nativos comenzaron a recomendar el culto de Cristo, María o la Cruz, junto al de las wakas, como todavía ocurre en el curanderismo popular donde apus, jircas, achachilas y otras manifestaciones nativas de lo sagrado son convocados en los rituales conjuntamente con cristos, vírgenes y cruces. A diferencia de ello, el Dios judeo cristiano es excluyente: no admite ni la existencia de otros dioses ni la sacralidad del mundo o de lo corpóreo, que más bien presenta como amenazas que deben ser controladas y dominadas.

Del mismo modo, en la tradición andino amazónica tampoco se concibe la conversión en nada. El pasado se halla operando en el tiempo actual de diversas maneras. Los antepasados no pierden gravitación en la comunidad; participan de ella. La regeneración cíclica de las formas de vida incorpora la muerte como complemento del nacer. Por ello, la muerte no se concibe como absoluta cesación de la vida. Quien muere pasa a otra forma de vida, y no está ajeno a la cooperación ni la “conversación” o intercambio de señales que vincula al cosmos en general. Precisamente porque lo nuevo no tiene por qué cancelar lo anterior, con la aparición de nuevas formas o variedades de vida se incrementa la comunidad. Este ha sido un aspecto clave de la estrategia de vida que tomó cuerpo en los Andes.

Aquella sensibilidad ha resistido cinco siglos de colonialidad, de exclusión y extirpación cultural, y hoy provee soporte a proyectos de rearticulación política en el espacio andino cuyas proyecciones van más allá de la política circunscrita a la convivencia humana. En ellos asoma una cosmopolítica, vale decir, el reconocimiento de la intervención de otros seres en la crianza de la vida, de que su destino está entretejido con el nuestro, así como la voluntad de incorporar ese reconocimiento en los marcos institucionales que sostienen la convivencia. En la constitución de Bolivia y Ecuador se ha incorporado los derechos de la madre tierra y de los hijos de la tierra; se ha incorporado igualmente la noción del “sumaq kawsay” o “sumaj qamaña” (vida plena o buen vivir), entendido como convivencia planetaria desde la diversidad que caracteriza la vida.

Si prestamos atención a la continuidad de esa tradición civilizatoria, la historia de los pueblos en esta parte del mundo se divide en dos periodos básicos: uno, caracterizado por el desarrollo autónomo de aquella tradición, periodo que duró milenios y tiene, por tanto, una enorme gravitación histórica, y otro, más reciente, que abarca los últimos cinco siglos, caracterizado por una situación de dependencia y dominación colonial de nuestros pueblos, situación que no cambió sustantivamente con la declaración de la independencia ocurrida hace dos siglos. Por tanto, a propósito del título general de este conversatorio, que remite a los pueblos invisibilizados de la República, cabe notar igualmente que esa invisibilización, que vino a ser mayor después de aquella declaración de independencia, tuvo como correlato otra invisibilidad: los pueblos nunca vieron ninguna República; no la vieron por una sencilla razón: no existió realmente; aquí no hubo República. La condición para que haya República es la existencia de ciudadanía y lo que todavía tenemos aquí es una lógica de castas, una lógica excluyente que condena a la mayoría de peruanos a la condición de personas de ínfima categoría. El sentimiento de que todos tenemos iguales derechos y deberes prácticamente no existe.

Llegamos así al Bicentenario de la declaración de la independencia en Lima, en medio de una pandemia que sobreviene, además, cuando aparecen visibles síntomas del agotamiento de los patrones de vida que sustentaron la era moderna, caracterizada por su tendencia a convertir todo lo existente en “recurso”, en algo que está ahí para ser explotado. Algo cuyo valor se define por su productividad. Esa adicción a la maximización del rendimiento, al crecimiento indefinido de la producción y el consumo está depredando la biósfera, la compleja red de la vida. Las recientes pandemias, cuyo número y frecuencia está aumentando, son el síntoma de un mundo exhausto y estresado, sobre todo en sus componentes no humanos. En el horizonte asoma un punto de quiebre de alcance civilizatorio: el cambio climático; de graves consecuencias; algunas de las cuales ya están a la vista.

Por su magnitud y naturaleza, esta crisis acelerará tendencias globales que ya se hallaban en curso. Incidirá también en la búsqueda de nuevos horizontes de sentido, induciendo el resurgimiento de una religiosidad marcada por el sentimiento del parentesco cósmico.

Pero, volvamos a considerar nuestra situación. En el balance de nuestra historia suele asomar una pregunta: ¿en qué momento se jodió el Perú? Una respuesta radical (que tiende a ocultarse porque va en busca de nuestras raíces) asume que desde siempre; vale decir, desde que el Perú existe, como resultado de la conquista europea, que instaló estructuras de dominación y exclusión que la república mantuvo y exacerbó, razón por la cual, decíamos, nunca fue una genuina república, traducidas ahora en manifestaciones malsanas como el racismo, el ninguneo o la mistificación del “vivo”, del “pendejo”, del que se aprovecha de otros y no reconoce normas ni interés común que no sea el de su grupo o corporación. Esa respuesta asume también que lo que hubo antes en estas tierras no era el Perú; que era, y que tal vez siga siendo, otra cosa, con otras fronteras y otros horizontes de vida.

Por supuesto, esta perspectiva conduce a una relectura de nuestra historia. Una que corresponde efectuar precisamente desde el punto de vista de los invisibilizados. Desde esa perspectiva, por ejemplo, Tupac Amaru II no sería un precursor del orden político excluyente que hemos tenido durante dos siglos, sería la expresión de la irrupción de aquello otro negado y reprimido: la reconstitución de un orden andino. Un sencillo ejercicio de imaginación puede hacerlo visible: si aquel inca hubiera triunfado, Lima no sería la capital, las fronteras no serían las actuales, el idioma en el que estaríamos conversando no sería el castellano ni la élite gobernante sería la criolla heredera de la Colonia. Otra pregunta, pertinente desde esa mirada, es si aquella posibilidad está enteramente negada y cuál es actualmente su potencia histórica.

En este punto, conviene reparar en lo que dijo Churata. El drama del Perú es que se construyó bajo una matriz colonial, de espaldas a su tradición raigal. Por tanto, nuestro problema mayor, la raíz de nuestro entrampamiento, más que político o económico, esontológico. Es un problema del ser: llevamos cinco siglos queriendo y creyendo ser lo que no somos, negando ser lo que somos, actitud patente en el ubicuo y cotidiano acto de denigrar lo indígena que nos constituye. Hay allí un grave problema de autoestima que nos afecta y se traduce en insolidaridad. La base del respeto por los demás es el respeto por sí mismo, la autoestima; si no aprecio lo que soy, menos voy a apreciar al otro que es como yo, puesto que me confirma en lo que soy y no acepto ser. Pero el negarse a sí mismo se traduce en alienación y esquizofrenia, en desarticulación y ausencia de un orden básico en el que nos reconozcamos todos. Aquí practicamos el deporte de pasar por encima de las normas; el protagonista de esta conducta insensata es el “vivo”, un personaje sociopático que ponderamos y que durante mucho tiempo ha sido sinónimo de “criollo” y, hoy, tras el proceso de “achoramiento” experimentado por muchos migrantes, caracteriza también aquello que eufemísticamente llamamos “informalidad” y que nos ha pasado una factura muy alta al tener que afrontar una amenaza de la envergadura que tiene una pandemia. No es casual que el Perú tenga el mayor número de personas muertas por millón en el mundo entero. Ese solo hecho está diciendo que algo decisivo, algo estructural está fallando entre nosotros. Está diciendo que no llegamos a ser una comunidad; que todavía somos un conjunto de desconcertadas gentes, como lo dijera Piérola; cosa que somos desde hace casi cinco siglos; desde el descalabro que se originó en 1532 en la plaza de Cajamarca.

La clase de persona que representa el “vivo” es una prolongación del pícaro colonial, premoderno, cuya lógica es el aprovechamiento de los demás. La fuga de un huayno dice por allí que “en este mundo de vivos el vivo del tonto y el tonto de su trabajo”. ¿En qué tipo de sociedad estamos para que se piense que quien trabaja es un tonto y que de lo que se trata es de vivir de aquel? Desde la antigüedad la más lúcida reflexión sobre las bases de la convivencia señala que lo fundamental es que exista la confianza; la cultura de la viveza es corrosiva con todo tipo de confianza. Recuerdo a un expresidente que afirmaba ufano que “en política no hay que ser ingenuos”, el mismo que decía: “la plata llega sola”. Estos problemas son, pues, de larga data.

Decía que este problema de desarticulación y anomia se remonta hasta el gran descalabro ocurrido por la invasión europea; ese quiebre con el que se interrumpió un desarrollo autónomo de nuestras comunidades de vida ha marcado nuestra historia. Pero, déjenme decirles, para que esto no parezca un ejercicio de mera catarsis, que en esta parte del mundo ha habido, desde hace milenios procesos de dispersión, unificación, de nueva dispersión y de nueva unificación. Así es como Chavín, el primer horizonte cultural panandino unificó una gran diversidad cultural producida desde el largo periodo formativo; Chavín es chaupin, palabra que significa “su centro”. Fue, en efecto, un gran centro articulador, una gran potencia cultural cuyos ecos llegan hasta nuestros días. Duró casi un milenio. Luego se produjo un proceso de dispersión, que dio lugar a culturas regionales y locales, para después dar paso a otro gran proceso de articulación de esa diversidad, representado por Wari y Tiwanaku, wari o waré, como se dice en el quechua ancashino, es el amanecer; no está demás notar que también Chavín se ubicaba en una zona hasta hoy llamada Huari. Tras ello vino una nueva etapa de dispersión y luego el Tawantinsuyu que tuvo su chaupi o centro articulador en el Cuzco. Después de lo de Cajamarca sobrevinieron cinco siglos de nueva dispersión; pero, como ocurrió en procesos similares antes, esta dispersión también ha sido ganancia: ganancia en diversidad, que es la fuente de la riqueza cultural del mundo andino, la fuente de su poder. Esta vez se incorporaron a nuestro acervo cultural elementos venidos de otras partes del mundo, de otras civilizaciones, de Europa, África y Asia; tal vez por eso el tiempo de amalgama ha sido mayor. Terminaré diciendo que parece estar en curso ya un proceso de articulación de esa diversidad.

Hace tiempo que se anuncia entre nosotros un proceso multitudinario del que está brotando un Perú “de todas las sangres”, como dijera el Amauta José María Arguedas. Una tradición civilizatoria que hizo del cultivo deliberado de la diversidad rebrota entre nosotros por la potencia que contiene. Hace tiempo que la sociología habla de un desborde popular en el Perú, resultado de intensos procesos migratorios que están cambiando el rostro del país e instalando el reconocimiento de la diversidad como una riqueza. Lo deja ver, por ejemplo, el éxito mundial alcanzado por nuestra culinaria, antes despreciada y considerada comida de hogares humildes, de carretillas y de “agachados”; en esos espacios populares, invisibilizados por el Perú oficial, se produjo la amalgama de aderezos, sabores, texturas y colores procedentes de nuestra tradición andina, a la que se sumaron elementos africanos, asiáticos y europeos, con los cuales nuestra comida se ofrece hoy en restaurantes de lujo en el mundo entero. Una vez puse en la computadora, mientras trabajaba, música de Los Mirlos; me fijé que un chileno había puesto como comentario “cumbia peruana, la mejor del mundo”. Pensé de inmediato en que la mejor cumbia debía ser la colombiana porque de allí proviene, pero reparé en que se refería a la gran diversidad de estilos que este ritmo ha tomado en el Perú. Aquí tenemos cumbia amazónica, del norte, del sur, del centro y hasta de zonas específicas como la Carretera Central en Lima. Efectivamente, ha ganado en diversidad y riqueza musical.

Como decía, este proceso de articulación de lo diverso está cambiando el rostro del Perú y se proyecta más allá de nuestras fronteras. Donde no ocurre todavía es en el terreno de la política, del poder estatal. Ese espacio ha seguido siendo en lo fundamental excluyente; ha seguido en manos de la minoría con vocación excluyente, heredera de la Colonia, que en las últimas décadas desarrolló un agresivo programa de desmontaje de los servicios públicos y de privatización del país. Los resultados de ello están a la vista. La pandemia que nos azota no solo pone en evidencia los límites del modo de vida imperante, surgido hace cinco siglos del saqueo colonial de los pueblos y la depredación de la madre naturaleza. Coincide con el Bicentenario de la República, al que llegamos en medio de un inmenso dolor, para constatar que nunca fue una genuina república, que no fue diseñada para el bienestar de las mayorías, porque siempre tuvo dueños: los herederos de la Colonia, que buscaron extirpar la matriz civilizatoria construida aquí en miles de años; acostumbrados a saquear nuestras riquezas y despreciar a nuestra gente.

Pero estos pueblos han tomado el camino de cerrar la etapa de dispersión, desorden e irrespeto instalada por esos grupos de poder, construyendo un país de todas las sangres, sin exclusiones, como lo imaginaron González Prada, Mariátegui, Gamaliel Churata y Arguedas.

A 200 años de una república fallida por ser excluyente, racista y colonial; a casi 500 años del descalabro de Cajamarca; por alguna rara coincidencia un cajamarquino humilde puede tomar ahora la posta en la respuesta colectiva. Para ello, la tradición de crianza gozosa de la diversidad debe sobreponerse a todo sectarismo y traducirse en amplia convocatoria, en sumatoria de fuerzas, articulando pueblos, instituciones y saberes para lo que debe ser creación heroica, original, propia. Ese es el buen camino, el Qhapaq Ñan de múltiples vertientes; camino del buen vivir para todos. Por allí discurren los trajines de nuestros pueblos milenarios. Muchas gracias.

By Zenon Depaz Toledo

Doctor en Ciencias Políticas y Sociología por la Universidad de Granada – España. Con el calificativo de “Cun Laude”; Magister en Sociología por la Pontificia Universidad Católica del Perú. Sociólogo, por la UNMSM de Lima, Perú, que ha desarrollado una importante labor en la docencia y gestión universitaria de pre grado y post grado en diferentes Universidades del país y el extranjero: Universidad Nacional Mayor de San Marcos, Universidad San Martín de Porres, Universidad Privada de Tacna, CAEN, Universidad de Tarapacá-Chile, Univerisdad de Granada – España.

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